CUANDO UN AMIGO SE VA.
Claudio Araya Villalonga
A instancias del policía que se había
ubicado en la intersección de las calles para, justamente, organizar el
movimiento de los automóviles que se desplazaban por la avenida principal de la
ciudad acompañando el silencioso cortejo fúnebre, debió estacionar su vehículo
a un costado de la calzada. Se trataba de una camioneta negra, doble tracción,
con profusos tubos cromados y oscurecidos vidrios, lo que le daba al primer
vistazo, una apariencia siniestra. Al parecer, su conductor llevaba prisa pues
con grandes aspavientos pretendía convencer al policía de la conveniencia de
interrumpir la larga columna a fin de
cederle el paso. Éste, imperturbable
continuaba entregando la preferencia al flujo de peatones y vehículos en
su camino hacia el camposanto. En un momento y, en vista de la ya molesta
insistencia del chofer por cortar el paso de la caravana, tomó su
intercomunicador y solicitó instrucciones a la Comisaría correspondiente.
Atento a la actitud asumida por el policía, el hombre se mostró visiblemente
contrariado y efectuó algunas inútiles maniobras con el móvil que sólo
demostraron a la gente que caminaba integrando el cortejo, su descortesía y mal
humor. Expresiones como: -¡ojalá cuando mueras no te acompañen ni tus hijos,
desgraciado!... o... ¡por lo menos respeta a los muertos, cretino!... fueron
sólo algunas de las indignadas expresiones que, musitadas en voz baja recibió.
En vista de la larga espera y la molesta recepción
de rencorosas miradas de reproche, cuatro hombres que se encontraban en la
carrocería –mineros, al parecer por sus indumentarias- abandonaron el
transporte que continuó solo su camino, luego del paso del último integrante del cortejo y tras haber recibido
la correspondiente autorización del policía, perdiéndose velozmente por la
vacía calle tras alguna hipotética y urgente cita que demostraba tener.
Mientras todo esto ocurría, no pude dejar
de pensar que ya no tendría más su inquieta conversación, la visión del eterno
cigarrillo colgando de los labios, la broma cargada de intención pero, sobre
todo, su excelente disposición para colaborar, aportar dentro de sus
posibilidades... en fin, sumar, como se
suele decir hoy.
Qué difícil se veía el olvido luego de
haber compartido durante años, tantas noches de trabajo animando con nuestro
grupo musical bohemias noches y aquella aventura cuando incursionamos en México.
Y desarrollando además una actividad tan paralela como disímil: la mecánica.
Recuerdo haberlo visto por años en un pequeño taller donde no sólo obtenía
dividendos para su sustento y el de la familia sino además, donde volcó su pasión por el deporte que le
acompañó durante toda la vida: el motociclismo. Allí era el sitio de reunión,
el centro de la organización y luego, la antesala de la competencia para más
tarde, al calor de una buena cerveza, el comentario de la brillante jornada y
las incidencias más notables del día, como aquella feroz caída del “Gato”, o la
arremetida final del “Guatón” que le permitiría obtener el primer lugar en esa
fecha…
Al saberse de su mortal enfermedad, gran
parte de la comunidad se movilizó para ir en su beneficio y ahora, cuando ya se
había producido el desenlace fatal, muchos de los que allí estuvimos, le
acompañábamos en este último viaje.
Pese a la solemnidad del momento caminaba
casi distraidamente, observando en todas direcciones, como se acostumbra al hacer algo que no es habitual... ¡no todos
los días va uno al cementerio!... Más adelante vendrían las últimas palabras y
luego, un momento de intensa emoción provocada por aquella inefable canción de
Alberto Cortés, interpretada por otro cantante y compañero: “Cuando un amigo se
va”. De ahí, dirigirse a la tumba donde finalmente mi amigo descansaría en paz.
Mientras caminaba, hacía el inútil intento de encontrar alguna respuesta a esas
interrogantes que se nos plantean en estas situaciones. De pronto, al pasar junto a uno de los
pasajes que encontramos en el camino, atrajo mi atención una tumba con una
curiosa inscripción: se trataba de un óvalo dispuesto verticalmente y cruzado
por una línea que le recorría de arriba abajo,
dividiéndole en dos mitades y encerrado en un signo de exclamación. No
había nada más, ni un nombre ni nada. Semejante simbología me intrigó y
seguí pensado en ello por algunos
minutos... ¿Tendría algún oculto significado religioso?... ¿Se trataba de un
simple diseño?... ¿tal vez una sentencia
severa?... ¿o una fina ironía?..
Repentinamente, resolví el acertijo: ¡Oh, larga partida!