domingo, 4 de noviembre de 2018


CUANDO UN AMIGO SE VA.

Claudio Araya Villalonga


A instancias del policía que se había ubicado en la intersección de las calles para, justamente, organizar el movimiento de los automóviles que se desplazaban por la avenida principal de la ciudad acompañando el silencioso cortejo fúnebre, debió estacionar su vehículo a un costado de la calzada. Se trataba de una camioneta negra, doble tracción, con profusos tubos cromados y oscurecidos vidrios, lo que le daba al primer vistazo, una apariencia siniestra. Al parecer, su conductor llevaba prisa pues con grandes aspavientos pretendía convencer al policía de la conveniencia de interrumpir  la larga columna a fin de cederle el paso. Éste, imperturbable  continuaba entregando la preferencia al flujo de peatones y vehículos en su camino hacia el camposanto. En un momento y, en vista de la ya molesta insistencia del chofer por cortar el paso de la caravana, tomó su intercomunicador y solicitó instrucciones a la Comisaría correspondiente. Atento a la actitud asumida por el policía, el hombre se mostró visiblemente contrariado y efectuó algunas inútiles maniobras con el móvil que sólo demostraron a la gente que caminaba integrando el cortejo, su descortesía y mal humor. Expresiones como: -¡ojalá cuando mueras no te acompañen ni tus hijos, desgraciado!... o... ¡por lo menos respeta a los muertos, cretino!... fueron sólo algunas de las indignadas expresiones que, musitadas en voz baja recibió.
En vista de la larga espera y la molesta recepción de rencorosas miradas de reproche, cuatro hombres que se encontraban en la carrocería –mineros, al parecer por sus indumentarias- abandonaron el transporte que continuó solo su camino, luego del paso del último  integrante del cortejo y tras haber recibido la correspondiente autorización del policía, perdiéndose velozmente por la vacía calle tras alguna hipotética y urgente cita que demostraba tener.

Mientras todo esto ocurría, no pude dejar de pensar que ya no tendría más su inquieta conversación, la visión del eterno cigarrillo colgando de los labios, la broma cargada de intención pero, sobre todo, su excelente disposición para colaborar, aportar dentro de sus posibilidades...  en fin, sumar, como se suele decir hoy.

Qué difícil se veía el olvido luego de haber compartido durante años, tantas noches de trabajo animando con nuestro grupo musical bohemias noches y aquella aventura cuando incursionamos en México. Y desarrollando además una actividad tan paralela como disímil: la mecánica. Recuerdo haberlo visto por años en un pequeño taller donde no sólo obtenía dividendos para su sustento y el de la familia sino además, donde  volcó su pasión por el deporte que le acompañó durante toda la vida: el motociclismo. Allí era el sitio de reunión, el centro de la organización y luego, la antesala de la competencia para más tarde, al calor de una buena cerveza, el comentario de la brillante jornada y las incidencias más notables del día, como aquella feroz caída del “Gato”, o la arremetida final del “Guatón” que le permitiría obtener el primer lugar en esa fecha…     
Al saberse de su mortal enfermedad, gran parte de la comunidad se movilizó para ir en su beneficio y ahora, cuando ya se había producido el desenlace fatal, muchos de los que allí estuvimos, le acompañábamos en este último viaje.
Pese a la solemnidad del momento caminaba casi distraidamente, observando en todas direcciones, como se acostumbra  al hacer algo que no es habitual... ¡no todos los días va uno al cementerio!... Más adelante vendrían las últimas palabras y luego, un momento de intensa emoción provocada por aquella inefable canción de Alberto Cortés, interpretada por otro cantante y compañero: “Cuando un amigo se va”. De ahí, dirigirse a la tumba donde finalmente mi amigo descansaría en paz. Mientras caminaba, hacía el inútil intento de encontrar alguna respuesta a esas interrogantes que se nos plantean en estas situaciones.  De pronto, al pasar junto a uno de los pasajes que encontramos en el camino, atrajo mi atención una tumba con una curiosa inscripción: se trataba de un óvalo dispuesto verticalmente y cruzado por una línea que le recorría de arriba abajo,  dividiéndole en dos mitades y encerrado en un signo de exclamación. No había nada más, ni un nombre ni nada. Semejante simbología me intrigó y seguí  pensado en ello por algunos minutos... ¿Tendría algún oculto significado religioso?... ¿Se trataba de un simple diseño?...  ¿tal vez una sentencia severa?...  ¿o una fina ironía?..
Repentinamente, resolví el  acertijo: ¡Oh, larga partida! 

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